13 de marzo de 2014

SABIA QUE VOLVERIAS. Maria del Mar Alvarez


Miro al frente y a mi reloj. Falta poco para que se ponga el sol, es decir, falta poco para verlo.
Estoy sola en la estación sentada en uno de los bancos del andén. Mi equipaje son mi mochila y mis recuerdos, que vienen a mi mente cómo ráfagas de viento. Mi pobre madre a la que dejé una carta encima de su mesita de noche, mis hermanos pequeños, Andrés y Lola, y la sombra oscura de mi padre, un machista dictador y borracho al que según él teníamos que dar las gracias hasta por respirar, todo se lo debíamos a él.
La mala vida que le daba a mi madre, sumisa y amargada cuando él estaba en casa, sus gritos de noche mientras que ella hacía lo imposible  por evitar que los oyésemos, siempre intentando protegernos.
La vida no fue nada fácil para ella, se quedó huérfana a los tres años. Se crió en un asilo de monjas y con dieciseis años conoció a mi padre que trabajaba cómo técnico de mantenimiento en la fábrica dónde ella acudía de vez en cuando para llevar materiales reciclables que les proporcionaban las monjas.
Yo no soportaba aquella vida triste e indeseable, quería ser independiente, quería brillar, y con la figura estricta de mi padre era imposible. Todas las noches cuando me acostaba me juraba y perjuraba a mi misma que nunca aguantaría una circunstancia semejante.
Justo una semana antes de cumplir los diecinueve años, decidí marcharme, dejé una nota a mi madre en la que decía: “mamá lo siento no puedo soportar ésta situación que está minando nuestras vidas. No te preocupes por mí estaré bien sabes que soy fuerte y sé cuidarme sola. Os quiero.”
Con los pocos ahorros que tenía guardados del verano trabajando en el supermercado y los fines de semana en el kiosco, me marché.
Me fui a Madrid. Por internet había contactado con dos chicas universitarias que buscaban compañera de piso para compartir gastos, entregué parte de mi dinero como fianza y tuve una habitación para mí.
Las chicas me comentaron que en la cafetería de la universidad necesitaban personal, pensé que este podría ser un buen comienzo y allí me presenté.
Tuve suerte y me dieron el empleo, por las mañanas trabajaba como camarera y por las tardes me matriculé en un curso de informática y secretariado, siempre se me habían dado bien los estudios, aunque en casa tenía falta de concentración debido a los insultos y humillaciones a las que me sometía el inepto de mi padre.

Al caer la noche me sentía agotada pero antes de dormirme siempre tenía un recuerdo para mis hermanos y mi madre ¡Les echaba tanto de menos! Sentía que tenía que luchar por ellos y liberarlos de esa vida que no merecían.
En la cafetería conocí a Teresa, una señora encantadora y afable, gran idealista y comprometida con su profesión. Era abogada y daba clases a los alumnos de derecho.
Poco a poco fuimos intimando más y le fui contando algo de mi vida, ella se sorprendía y admiraba mi comportamiento y mi sentido de la responsabilidad, decía que le recordaba a ella en sus comienzos, ya que venía de una familia humilde pero con muchos valores.
 –Podías haber escogido la salida más fácil a tus problemas, cómo caer en las drogas o en la delincuencia y sin embargo has sido valiente y optaste por luchar para conseguir una vida mejor- ¡Es lo que realmente mereces! Voy a hacer todo lo que esté en mis manos para ayudarte.
¡Dios mío dicen que las casualidades no existen! Todo lo que tiene que pasarte está escrito y yo tenía que venir aquí para encontrarme con mi “ángel de la guarda”, si, era Teresa y sentía que me había estado esperando todos éstos años.
Me dediqué a trabajar duro empleando toda mi energía en centrarme y estudiar, los fines de semana acudía a su despacho cómo secretaria, ella se ocupó de suministrarme los libros y el material necesario para que yo iniciase mi carrera como letrada, depositó su confianza en mí y yo no la decepcioné.
Empezaba a ver con claridad. La mísera vida de mi querida madre y hermanos empezaba a tener los días contados.
Mi única obsesión era que mi madre tuviese una vida digna el resto de sus días.
Por eso estoy aquí sentada en la estación esperando el tren que me lleva a Badajoz, concretamente a Trujillo, mi pueblo natal. En la estación he  tomado un taxi hasta mi casa y al llegar he visto a mi hermana Lola sentada en el escalón de fuera, incrédula me ha mirado y ha salido corriendo hacia mí, se ha colgado a mi cuello con fuerza mientras me susurra al oído entre sollozos –“Sabía que volverías”-.



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