Miro al frente y a mi reloj. Falta poco para que se ponga el
sol, es decir, falta poco para verlo.
Estoy sola en la estación sentada en uno de los bancos del
andén. Mi equipaje son mi mochila y mis recuerdos, que vienen a mi mente cómo
ráfagas de viento. Mi pobre madre a la que dejé una carta encima de su mesita
de noche, mis hermanos pequeños, Andrés y Lola, y la sombra oscura de mi padre,
un machista dictador y borracho al que según él teníamos que dar las gracias
hasta por respirar, todo se lo debíamos a él.
La mala vida que le daba a mi madre, sumisa y amargada cuando
él estaba en casa, sus gritos de noche mientras que ella hacía lo
imposible por evitar que los oyésemos,
siempre intentando protegernos.
La vida no fue nada fácil para ella, se quedó huérfana a los
tres años. Se crió en un asilo de monjas y con dieciseis años conoció a mi padre
que trabajaba cómo técnico de mantenimiento en la fábrica dónde ella acudía de
vez en cuando para llevar materiales reciclables que les proporcionaban las
monjas.
Yo no soportaba aquella vida triste e indeseable, quería ser
independiente, quería brillar, y con la figura estricta de mi padre era
imposible. Todas las noches cuando me acostaba me juraba y perjuraba a mi misma
que nunca aguantaría una circunstancia semejante.
Justo una semana antes de cumplir los diecinueve años, decidí
marcharme, dejé una nota a mi madre en la que decía: “mamá lo siento no puedo
soportar ésta situación que está minando nuestras vidas. No te preocupes por mí
estaré bien sabes que soy fuerte y sé cuidarme sola. Os quiero.”
Con los pocos ahorros que tenía guardados del verano
trabajando en el supermercado y los fines de semana en el kiosco, me marché.
Me fui a Madrid. Por internet había contactado con dos chicas
universitarias que buscaban compañera de piso para compartir gastos, entregué
parte de mi dinero como fianza y tuve una habitación para mí.
Las chicas me comentaron que en la cafetería de la
universidad necesitaban personal, pensé que este podría ser un buen comienzo y
allí me presenté.
Tuve suerte y me dieron el empleo, por las mañanas trabajaba
como camarera y por las tardes me matriculé en un curso de informática y
secretariado, siempre se me habían dado bien los estudios, aunque en casa tenía
falta de concentración debido a los insultos y humillaciones a las que me
sometía el inepto de mi padre.
Al caer la noche me sentía agotada pero antes de dormirme
siempre tenía un recuerdo para mis hermanos y mi madre ¡Les echaba tanto de
menos! Sentía que tenía que luchar por ellos y liberarlos de esa vida que no
merecían.
En la cafetería conocí a Teresa, una señora encantadora y afable,
gran idealista y comprometida con su profesión. Era abogada y daba clases a los
alumnos de derecho.
Poco a poco fuimos intimando más y le fui contando algo de mi
vida, ella se sorprendía y admiraba mi comportamiento y mi sentido de la
responsabilidad, decía que le recordaba a ella en sus comienzos, ya que venía
de una familia humilde pero con muchos valores.
–Podías haber escogido
la salida más fácil a tus problemas, cómo caer en las drogas o en la
delincuencia y sin embargo has sido valiente y optaste por luchar para
conseguir una vida mejor- ¡Es lo que realmente mereces! Voy a hacer todo lo que
esté en mis manos para ayudarte.
¡Dios mío dicen que las casualidades no existen! Todo lo que
tiene que pasarte está escrito y yo tenía que venir aquí para encontrarme con
mi “ángel de la guarda”, si, era Teresa y sentía que me había estado esperando
todos éstos años.
Me dediqué a trabajar duro empleando toda mi energía en
centrarme y estudiar, los fines de semana acudía a su despacho cómo secretaria,
ella se ocupó de suministrarme los libros y el material necesario para que yo
iniciase mi carrera como letrada, depositó su confianza en mí y yo no la
decepcioné.
Empezaba a ver con claridad. La mísera vida de mi querida
madre y hermanos empezaba a tener los días contados.
Mi única obsesión era que mi madre tuviese una vida digna el
resto de sus días.
Por eso estoy aquí sentada en la estación esperando el tren
que me lleva a Badajoz, concretamente a Trujillo, mi pueblo natal. En la
estación he tomado un taxi hasta mi casa
y al llegar he visto a mi hermana Lola sentada en el escalón de fuera,
incrédula me ha mirado y ha salido corriendo hacia mí, se ha colgado a mi
cuello con fuerza mientras me susurra al oído entre sollozos –“Sabía que
volverías”-.
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