Miro al frente y a mi reloj.
Falta poco para que se ponga el sol, es decir falta poco para verlo. Nos
encontramos en el museo municipal de El Puerto de Santa María, mi equipo de
investigadores no ha dudado en acudir a mi llamada, saben que desde que terminé
mi tesis doctoral estoy empeñada en averiguar qué significado tiene el diminuto
planeta que todos los veranos aparece en las cercanías de Venus, se aprecia sólo
con los potentes telescopios de que se dispone en el observatorio de la isla de
La Palma.
Mi gran amigo Javier, director
del museo, sabedor de mi visita al Puerto, me invitó a ver la gran piedra
encontrada en el espigón por unos pescadores, proveniente de la sierra de San
Cristóbal, con incrustaciones que están en estudio.
Tengo sesenta años, agnóstica, no
creo en la parasicología ni la telepatía, ni muchos menos en milagros; ante todo soy científica, para mí,
todo tiene que tener un por qué, un cuando y un cómo. Ver lo que estaba escrito
en la piedra me produjo un sobresalto. Pedí a Javier permiso para que hoy, martes
trece, nos dejara el museo libre, a partir de las ocho de la tarde, y además
dejase una puerta abierta, prometiéndole darle detalles posteriormente.
Con la puntualidad esperada,
apareció un hombre de pelo ensortijado, sobre su amplia frente cae un rizo negro, unas gafas cuadradas dejan
entrever sus ojos azules; cuello ancho y fuerte, que se une a un cuerpo que se
adivina musculoso bajo un elegante traje gris. Indudablemente es extranjero y
es él. Se coloca junto a la estela en cuclillas, brazos caídos hacia delante,
su barbilla rozando el pecho, la coronilla dirigida hacia la ventana por donde
entra el indescriptible rayo de luz reflejado por el pequeño planeta, que incide
en su cabeza.
De inmediato se pone de pie,
ahora luce camiseta y mallas azules, sobre ellas unos slips rojos ceñidos por
un cinturón amarillo, en su torso un triángulo con bordes rojos que contiene
una “S”, botas y capa roja completan su atrezo. Alza el brazo y con los puños
cerrados sale volando por la ventana.
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