Cascó un huevo
contra el borde del plato y dejó que el contenido se escurriera. La clara colgó
de la cáscara sin caerse del todo. Echó mano de otro huevo repitiendo la
operación y así media docena de veces más, a continuación mezcló las papas
cortadas con los huevos revueltos. Algo de cáscara tendría, pero a papas y
huevos no le iba a ganar nadie. ¡Huevos, huevos había que tener para hacer lo
que ella estaba haciendo! ¿y de papas..., de Papas también estaba harta! Las
hermanitas se estaban pasando con ella; ¿tanta caridad, tanta caridad…, y una
mierda! La habían acogido, sí, pero a cambio, como la explotaban..., siempre
recordándole que no tenía papeles, que la vida era dura fuera del convento, que
siendo mulata como ella y con aquel cuerpo, repleto de exuberancias, sólo
podría ganarse la vida pecando, como lo había estado haciendo hasta que escapó
de sus carceleros.
–Sor
Juana, ¿por qué no me hace un contrato?–
solía preguntar con su peculiar acento sudamericano.
Siempre las mismas
respuestas:
–Imposible
hija mía. No estamos autorizadas. No somos ninguna empresa. Nuestra misión es
permanecer en clausura. Debemos rezar por nuestro Santo Padre y las almas
impuras. Lástima, que seas ilegal, y no puedas entrar en la Orden–.
La hermana
superiora le entregó un papel con las órdenes diarias, al tiempo que le decía:
–¡estás
exenta de rezar, pero no de trabajar!–
Después de fregar
los baños, barrer y fregar el suelo, recoger las camas, hacer la colada, ir al
gallinero, al huerto…” ¡ni que fuera
Cenicienta!”. Pensó.
Se encontraba
cocinando para las monjas y el capellán que, por ser domingo, acostumbraba a
quedarse a comer tras oficiar misa. “Este
también iba a recibir su regalo, y bien que lo merecía. Además de ser cómplice
de la esclavitud a que la sometían las monjas, había descubierto que le gustaba
disfrutar de la compañía jóvenes imberbes.
Todo estaba
dispuesto, la cáscara junto con el mejunje
germinante, secreto transmitido de generación en generación a través de todas
las mujeres de su familia, estaba disperso por toda la tortilla. El calor
aumentaba sus efectos.
Una
de sus tantas madrugadas nostálgicas, años después, en su nueva casa, escuchó por la radio, el
programa que trataba sobre casos misteriosos. Hoy lo titulaban: “El caso de las
monjas vírgenes embarazadas, y un cura travestido.”
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