El anciano se asomó a la ventana. ”Nevaba como en los cuentos
de Navidad,” pensó dulcemente… tenía suficiente edad como para tocar con las
manos el centenario, y ya su vida estaba hecha… y terminada… sólo esperaba.
Sin embargo ese día poseía la magia que ningún otro tenía
durante el año. La Nochebuena estaba al final de él.
La edad lo había vuelto escéptico, incrédulo, indiferente y
aburrido. No tenía más ganas de vivir. Todos los años, condenado a no poder
salir de su casa si no lo hacía en silla de ruedas, esperaba sin embargo como
un niño pequeño, el medio día de aquella fecha.
Era un ritual que no variaba desde hacía años. El primero en
llegar a su casa se dejaba notar por ser el mayor y el más influyente de sus
seis hijos. Fueron llegando, cada cual con sus respectivas y prolíferas familias,
dándose la casualidad que el número de miembros, hijos, nueras, yernos, y
demás, coincidía con la edad del veterano patrón. Todos pertenecían a una misma
orden religiosa donde la fecundidad se premiaba, y a la que aportaban dinero
con generosidad. Almorzaban e intercambiaban sus peticiones para Reyes.
El patriarca en tiempos difíciles tras la guerra civil,
colaboraba con el régimen, dando un chivatazo aquí, ayudando en algún trabajo
sucio allá. Cuando cambió el orden
político, y gracias a su camaleonismo,
llegó a amasar una fortuna. Actualmente poseía establecimientos hoteleros,
constructoras, medios de comunicación… Manejaba todos los asuntos de la ciudad,
así como a sus gobernantes. A sus inversiones
siempre sumaba el famoso “diez por ciento”. Acostumbrado a lograr lo que se proponía,
no dudaba que sus hijos conseguirían el regalo que él había pedido, por muy
descabellado y extravagante que les pareciera a todos.
Inaugurado el nuevo año, los niños de la ciudad vieron como
los Reyes llegados de Oriente, eran izados en sus carrozas con grúas
hermoseadas con multitud de luces de colores. Las pandillas de chavales que
suelen acompañar a las carrozas observaron como el séquito de Melchor, iba escoltado por personal
uniformado y sus pajes vestían lujosamente.
Los caramelos que arrojaban eran de mayor calidad comparados a los de Gaspar y Baltasar,
y que un apocado Melchor sentado en su ostentoso trono, con la cabeza inclinada
hacia un lado, saludaba con poco brío. ¡Era cierto! Los muchachos con su
imprudente inocencia comentaban que aquel Rey, en aquella postura, tantas
arrugas y tan poca vitalidad, se parecía a un Papa recientemente jubilado.
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